sábado, 10 de agosto de 2013

Me siento una estafa, posiblemente porque lo soy.

Es la primera vez en mi corta experiencia en Facebook que me divierto. Estoy encontrando a gente con la que de verdad me gusta hablar y compartir las cosas. ¿Y qué hago yo? Pues voy y la fastidio.

No sé cuándo comencé a fingir lo que no sólo no soy, sino lo que me resulta imposible ser. ¿Al cambiar de colegio constantemente, lo que me permitía reinventarme? Antes, quizás: recuerdo jugar siempre a ser otra, a ser diferente. Todos los niños lo hacen, supongo, pero yo no he parado aún.

¿El problema? En realidad son dos: uno, que ya no me divierte y dos, que no lo controlo. No me hago un traje a medida sino que me obligo a meterme en un disfraz que ni siquiera me gusta, y cuando me doy cuenta de lo que he hecho, ya es demasiado tarde para arreglarlo. ¿Y qué me queda? Desarrollar el personaje, jugar a ser actriz en la vida real. Y evitar a toda costa el ser descubierta, lo que suele implicar mantener las distancias con la gente o directamente evitar todo trato directo con ella.

Quizás esa sea la razón de mi comportamiento: evitar que me conozcan, que descubran quién soy de verdad cuando se acerquen a mí. 

Y soy buena actriz, debe ser cierto que la práctica lleva a la perfección. La gente se cree lo que le cuento, quizás porque tiendo a aparentar normalidad en lugar de excepcionalidad; quizás porque primero me molesto en buscarlos y re-entrar en sus vidas tan sólo para mentirles enseguida. Quizás, sencillamente, es mi latente talento de estafadora.

Por más vueltas que le dé, sigo sin encontrar una respuesta, un porqué que cubra todas las bases, que explique todas las causas.

Mis últimas víctimas han sido hombres, lo que de por sí es excepcional, ya que suelo tratar casi exclusivamente con mujeres (tener amigas me resulta más seguro que tener amigos, no vaya a ser que estos deriven hacia algo más íntimo). Uno de ellos es mi primer "novio" (10 añitos teníamos), la mentira puede considerarse "light". De hecho si tuviese algún tipo de control sobre lo que invento, podría considerarse hasta corriente. Luego está un amigo del instituto, que ha merecido una mentira algo más elaborada dado que él también conoció a una Alice más maltrecha. Y finalmente está la víctima perfecta: la que no sólo consiente, sino  que pide más.

Este último comienza a ser un problema, lo presiento: estamos en la frontera. Él quiere más del personaje Alice, y Alice está más que dispuesta a seguir el juego. Si continuamos, le hago daño. Si abandono abruptamente el tablero, le hago daño. Si fuerzo una muerte natural sobre nuestra renovada "amistad", no sé si colará: la mentira y la pretensión ya han llegado demasiado lejos.

Lo único que verdaderamente sé es quién impulsó este comportamiento que creía superado, olvidado y, lo más importante de todo: controlado. Fue el contacto con alguien a quien hace tiempo dejé entrar en mi vida, dejé que me conociera de verdad y pedí que nunca se fuese. Y entonces, cómo no, decidió desertar y me dejó, por primera vez en mi vida, entendiendo porqué la gente odia la soledad. 

También esa experiencia creí tenerla olvidada, situada completamente en un pasado al que no deseo volver. Me equivoqué: sigo odiando que me dejara, sigo culpabilizando que me encontrase insuficiente, sigo resintiéndome de su rechazo, uno de los pocos que no solamente hicieron daño, sino que me resultaron incomprensibles. El último, de hecho, que me cogió por sorpresa.

Ahora he atacado yo primero, he mentido tanto y tan bien que me he asegurado no sólo su desaparición completa de mi vida, sino también su dolor. Y por un efímero momento logré sentirme vencedora. 

Pero en el fondo entiendo que tan sólo ha sido el principio de mi derrota, que intentando protegerme, me he desvirtuado y no sólo a sus ojos, sino a los míos. Mientras, las mentiras siguen expandiéndose, como una miasma que asfixia la pequeña esperanza de futuro que tan dura ha sido de obtener. 

Y, lo que puede ser potencialmente peor, sigo abriendo nuevos caminos por los que la mentira pueda campar a sus anchas, y alguno de esos terrenos han sido, hasta ahora, sagrados. Los he salvado de mi propia locura, los he resguardado pese al dolor y a la soledad. Quizás tan sólo para perderlos ahora a la mentira.


martes, 6 de agosto de 2013

¿Alguien más se reconoce?


Me da vergüenza admitirlo y no sé por qué lo hago, pero aunque llevaba tiempo sin hacerlo, la compulsión ha vuelto. Y me siento una mierda, y un fraude, y sigo haciéndolo.
¿A alguien más le pasa? ¿Me contáis vuestra experiencia, por favor?
No sé porque me siento obligada a hacerlo. Es como una compulsión. Cuánto más que me diga y me repita: "no lo hagas, no lo hagas", más rápido caigo en la tentación. 
Me siento una mierda, la verdad. Un asco de ser humano que no se merece nada.
¿Por qué lo hago? ¿Por qué?

"El autosabotaje es todo comportamiento provocado, inconscientemente, por nosotros mismos, que nos perjudica especialmente en temas amorosos. Es fruto de la baja autoestima y de la inseguridad, se alimenta de los miedos e incertidumbre de nuestros actos. El autosabotaje nos lleva a evadir responsabilidades e incluso provoca el rechazo de la felicidad por miedo a sufrir una vez más y ser lastimados nuevamente.
Otra de las razones es que nos dan miedo los cambios y nosotros mismos nos conformamos por temor de no saber si vamos a estar a la altura de ellos.
El amor es un sentimiento seguido de un comportamiento, por ello, de manera inconsciente, provocamos el autosabotaje cada vez que conocemos a una persona de esas que pensamos podrían entrar directo a nuestro corazón y hacernos daño.
Así, claramente, el autosabotaje es un patrón de autodestrucción, es el hijo directo de la culpa e incluye al auto-castigo. Es una consecuencia de no sentirnos a gusto con nosotros mismos.
Algunas de sus manifestaciones son:
- Sentir flojera de ir a algún sitio que trae beneficios como conocer personas.
- Guardar rencor por demasiado tiempo.
- Posponer proyectos que podrían hacernos felices.
- Romper relaciones sentimentales con personas amorosas y estables.
- Deprimirse con frecuencia sin motivo aparente.
- Sufrir de ansiedad.
Las personas que practican el autosabotaje tienen hábitos de dañar las relaciones y las destruyen ellas mismas, son conductas inconscientes resultado de vivencias insatisfactorias.
Nos autosaboteamos para sentirnos víctimas, nosotros mismos provocamos los fracasos para evitar la felicidad y protegernos del sufrimiento, tenemos actos instintivos por miedo, vulnerabilidad o fragilidad, y empezamos a ponernos una coraza.
Nunca permitimos que nos vean frágiles para evitar que nos lastimen y nos blindamos, pero pensemos que debemos dejar el corazón abierto y limitarnos a disfrutar el aquí y el ahora, dejarnos querer. Recordemos que vivir es arriesgar y, si no arriesgas, no ganas."
Por Claudia Contreras Bedolla, experta en Autoestima y Realización Personal
Revista Hoy, 6 de mayo de 2013.



sábado, 3 de agosto de 2013

Esta semana

Hoy he tenido el día "raro". Después de escribir la entrada anterior sentí un enorme alivio, como si me hubiese sacado un peso de encima. Quedé con una amiga (la única persona que he conocido que lee tanto o más que yo, tenemos un vicio con los libros...). Le conté mi vida de este último mes que no nos habíamos visto. En realidad me lo paso muy bien cuando quedamos: siento todavía cierta ansiedad antes de salir de casa, sigo pensando "oh, ojalá no tuviese que ir". Y después nos pasamos cuatro horas hablando como cotorras. Y realmente me sirve para desconectar.

En general esta semana tuve mucho contacto social: mi mejor amiga cumplió años, quedé con Susana para tomar ese café y hace un par de días vino mi prima favorita, toda la tarde contándonos nuestras vidas y miserias. 

También he reconectado con la gente del Facebook. Esta última temporada sólo lo usaba para chatear con una persona y esta semana me dio por cambiar de actitud radicalmente y les mandé mensajes a casi todos mis amigos. Me sigue sorprendiendo que con determinadas personas, pese a que hace años que no nos vemos, podamos tener una conversación natural, como si nos hubiésemos visto ayer. Así que he reconectado con casi todos, hemos quedado en vernos pronto (aunque eso ya es más difícil). De todas formas es agradable volver a hablar con gente con la que perdiste el contacto hace años, y que encima conocí cuando estaba hundida en la miseria, y no sólo guardan buen recuerdo de ti, sino que se muestran dispuestos a volver a vernos y contarnos nuestras vidas. Necesitaba ese empujoncito que te da el sentirte apreciada.

También he vuelto a toda mi actividad con las protectoras, pensando que, donde la gente te puede fallar, un animal nunca te decepciona. Mi situación en las asociaciones de protección de animales de mi zona es un poco confusa: me gustaría implicarme al 100%, ser voluntaria para todo lo que necesitasen y además sé que sería algo que me llenaría a nivel personal. Pero luego están todos esos sentimientos que no logro controlar y que aparecen cada vez que veo algún animal sufriendo: quiero, literalmente, sacarle el dolor, darle una casa, comida, seguridad, que sea feliz. Todo lo que un voluntario quiere darles, pero que yo necesito ofrecerles. A todos los animales. Cosa que es imposible, claro y que me lleva a una profunda crisis de autoestima ("¿qué clase de persona da la espalda a un animal indefenso que busca ayuda?"), pero en el día a día de las protectoras, hay que hacer esos sacrificios, ayudar a algunos y dejar a otros, porque los medios (humanos, técnicos, económicos) no llegan. Y yo sufro indescriptiblemente cada vez que algo así sucede.

Pero cuando estoy en una situación emocional más o menos buena, siempre intento echarles una mano, en plan agente libre más que voluntario. Por ejemplo estos últimos días he estado buscando a un gatito que se perdió por mi barrio, tan sólo para encontrarme una pequeña colonia de tres gatos (enfermos, malnutridos, maullando constantemente a cualquier humanos que se acerque como pidiendo ayuda). Se to transmití a la protectora, pero me dijeron que no se pueden hacer cargo: sólo tienen instalaciones para perros y los gatos que acogen son llevados a familias de voluntarios. Y están todas llenas. Así que no pueden hacer nada.

Y así he llegado al día de hoy: después de tres días buscando al gato extraviado, saliendo de casa pensando que lo encontraré, volviendo a ella sin el gato que iba a "rescatar" y sabiendo la situación de otros tres que tampoco podré salvar. Es descorazonador y realmente me entristece. Y sé que esta forma de ser tan poco práctica y razonable está en mi ADN, así soy yo, para bien o para mal, y las crueldades de esta vida tendré que verlas pasar por mi lado sin poder hacer nada. Y duele.

Por eso estoy un poco triste, un poco cansada. Hora de no cargar sobre mis hombros más responsabilidades, aceptar que lo único que puedo hacer es alimentar a esa colonia y seguir echando un ojo por la zona buscando al gato perdido. Y despegarme emocionalmente del resto, de todo eso tan horrible que pasa constantemente en cualquier parte y que no puedo arreglar por mucho que lo desee.

Este lunes comienzo a estudiar alemán, para la convocatoria de septiembre. He quedado con una compañera de mi curso de francés para tomar algo. Empiezo a seguir una serie de vídeos para ponerme en forma (gradual y suavemente, porque estoy muy oxidada). Tengo tres libros nuevos más dos que me dejó Susana para leer este mes. 

Y, ¡ah, sí!, el 16 de este mes viene mi hermano de vacaciones... creo que no os conté cómo transcurrieron las vacaciones del año pasado... resumiendo: fueron horribles, el peor mes de agosto que recuerdo (un día con más ánimo os lo cuento). Así que prepararemos las defensas, a ver como va este año. Yo intenté convencer a mi hermano de venir sólo 15 días (porque hasta mi madre puede comportarse como una persona normal durante quince días) y creo que al final viene casi un mes... yo encantada de verle y estar con él, claro, pero no quiero una repetición del año pasado.

domingo, 28 de julio de 2013

Lo que no he contado

Hace unos meses que os miento por omisión. Todo comenzó con las dos entradas que relataban un "típico" fin de semana. Fui escribiéndolas según pasaban las cosas, pormenorizadamente, y me di cuenta de que eso era algo que no conseguía hacer en mis visitas a la psicóloga: contar paso a paso el desarrollo de los acontecimientos hasta llegar a una situación concreta. Así que me lié la manta a la cabeza y le di a mi psicóloga (¡hola Isabel! -sí tú también tienes pseudónimo-) la dirección del blog.


Hasta ahí, sin problema. Era una forma de contarle mejor las cosas, no se trataba de descubrirle nada que ella no supiera. El problema surgió después y, como no podía ser menos tratándose de mí, me lo busqué yo solita.



Isabel me había comentado que tenía un paciente, un chico joven al que llamaremos Jandro, que lo estaba pasando muy mal y se encontraba muy solo. En este punto de la narración, permitidme un inciso: si queréis tocarme la fibra sensible existen dos temas, uno es el maltrato animal y el otro sufrir una depresión (o similar, no voy a dar detalles sobre su diagnóstico). Literalmente pierdo todo tipo de instinto de supervivencia o sentido común y hago (o intento hacer) todo lo posible, y más. Y no importa el resultado, siempre me parece que no he hecho lo suficiente, no he dado todo lo que debía, que he fallado por no prevenirlo, en fin, que el resultado siempre es la frustración, pero ahí sigo.



Así las cosas, me ofrecí a hablar con él, le dije a mi psicóloga que le diera mi mail, mi Facebook y (ahora viene lo más peliagudo), la dirección de este blog.



Pasó como mes y medio y no sabía nada de Jandro, así que me puse yo en contacto con él por Facebook. Al parecer él era muy tímido para comenzar una conversación, aunque fuese por un método tan poco personal como el chatear, y eso se convirtió en una de las bases de nuestras conversaciones: podía llevar conectada media hora y él también, pero si no comenzaba yo la conversación, no chateábamos. No era un problema, mi intención era echarle una mano, ofrecerle un poco de apoyo y, sobre todo, que se diese cuenta de que no estaba solo.



Las primeras conversaciones transcurrieron más o menos como me las esperaba: él estaba muy hundido y yo intentaba hacerle ver que lo que sentía y pensaba en esos momentos era fruto de su estado anímico, que no era realmente consciente de cómo eran las cosas en realidad. Le animé a salir, aunque fuera a dar un paseo, a no perder el contacto con los amigos que le quedaban, a intentar conseguir algunos nuevos,... En otras palabras me encontré diciéndole a él lo que tantas veces me habían dicho a mí (sí, Isabel, sí, tenías razón, como siempre). Jandro tenía un horario casi nocturno y comenzábamos a hablar a eso de las nueve o diez de la noche, y yo no desconectaba hasta que me parecía que él estaba más animado o me daban las tantas (una de la mañana, por ejemplo). Y eso en épocas de exámenes. Me resultaba un poco duro, porque en seguida me quedé sin argumentos (no soy ninguna especialista, puedo dar mi opinión o mi punto de vista sobre algo, pero nada más). Sin embargo la satisfacción de estar ayudando, por poco que fuera, me recompensaba. Comencé a cogerle algo de cariño, como si fuera uno de mis primos pequeños. Me preocupaba por él.



El primer problema surgió pasada la primera semana de chatear diariamente. Me estaba contando algo sobre su personalidad y yo no compartía su punto de vista. Para refutárselo me puse yo y otra persona cercana a mí como ejemplos. Y entonces él me contestó usando información privada sobre esa persona que le había mencionado. Información que, desde luego, sacó de Facebook (ya que está agregado como amigo a mi cuenta), pero que no era directa. En otras palabras, información que sacó de cotillear, no ya mi muro, sino la página de esa persona a fondo. Quería enterarse de quién y cómo era (no puedo daros más detalles, tan sólo que a mí me quedó muy claro que había sido un trabajo de investigación en toda regla, no una casualidad). Y ahí tuve que plantearme lo que estaba haciendo.



Porque una cosa que nunca he soportado es que indaguen sobre mi vida. Yo ofrezco determinada información para comenzar y, si la relación (del tipo que sea) va progresando, me voy abriendo más sobre mí. Pero tardo mucho, mucho tiempo en hablar sobre mis amigos o mi familia a esa nueva persona. Y si esos límites no se respetan, la relación por mi parte se rompe. De buenas maneras al principio, secamente si tengo que dar un segundo aviso y por las malas si aún así no lo entienden.



Me cabreé: con él también, pero sobre todo conmigo misma. ¿Cómo podía haber sido tan confiada, tan naïve, para facilitar toda esa información sobre mí misma a un virtual desconocido? Y, por ende, la de otras personas ligadas a mí. Esa noche no conseguí dormir, así que me dediqué a abrir una segunda cuenta en Facebook (con un alias, claro) y pasar allí a las personas más cercanas, aquellas que solían compartir información más privada conmigo. Después cambié mi mail y se lo di a todos mis contactos. Pero me quedaba Normaland.



Este sitio que jamás debió salir del más absoluto anonimato y que yo había ofrecido en bandeja de plata. Supongo que much@s estaréis pensando que soy una exagerada y quizás tengáis razón. Lo único que puedo decir es que he sido así desde muy pequeña, no lo soporto, es un comportamiento que me irrita profundamente y ante el que saco las garras. Metafórica y literalmente.



Dejé el blog como estaba, tenía exámenes y no pensaba escribir hasta que los hubiese pasado, pero me planteé privatizarlo. A algunas (con las que pude ponerme en contacto privadamente, os di un blog alternativo).



Después de ese incidente seguimos chateando, aunque yo procuraba darme algún día de respiro, algo así como chatear dos días seguidos y descansar uno. El estado de ánimo de Jandro no mejoraba, por mucho que yo intentaba hablarle de tonterías, programas de la tele, noticias curiosas, opciones para conocer gente, libros, películas, yo qué sé... podía estar estudiando y ocurrírseme una actividad que sugerirle, la apuntaba y por la noche intentaba animarle a llevarla a cabo. Pero mis esfuerzos eran inútiles. No sólo porque él estuviera tan mal como para considerar todo lo que le decía como imposible, sino porque ni siquiera me escuchaba.



Ahora bien, dejadme explicaros algo: yo he tenido (tengo) depresión y sé que el que te escuchen, el que te digan "te entiendo, creo que lo que me estás contando de verdad es así de duro para ti" es agua de mayo. Para mí el escuchar y el comprender (en la medida de lo posible) son grandes bálsamos para el alma. Además también es cierto que la depresión te vuelve egocéntrico: te sientes tan mal que no ves lo mal que lo puede estar pasando la gente a tu alrededor y, cuando finalmente lo ves, la culpabilidad que se siente te genera aún más dolor y sufrimiento, con lo que entras en un círculo vicioso.



Por todo esto no le di mucha importancia al principio cuando él tan sólo se mostraba algo reactivo al hablar de lo mal que lo pasaba. Me parecía normal, se desahogaba con alguien que podía entenderle. Pero más adelante me di cuenta de que su comportamiento iba más allá: se negaba a hablar de lo que no le interesaba y lo único que le interesaba era él, de tal manera que manipulaba las conversaciones para volver a ligeras variantes sobre el mismo tema: lo estoy pasando muy mal; no quiero hacer nada, aunque todo el mundo me diga que ésa es la forma de salir del pozo, no lo haré; no me importa ponerme peor, no me interesa mejorar; odio a la gente que me rodea, porque me dejan o porque no me creen, o porque no me tratan bien,... todo eso es perfectamente normal en una enfermedad de este tipo, pero lo que a mí me molestaba (y cada vez más) era su petulancia, su manifiesto egoísmo, como una egolatría vuelta contra sí mismo ( en lugar de querer parecer el mejor, parecías desear ser el más enfermo y el más incomprendido, como si eso fuera su auténtica meta y los demás sólo estuviéramos ahí como meros espectadores).



Llegó un momento en que procuraba hablar con él más o menos todos los días, pero poco tiempo cada día (30 ó 40 minutos), porque de lo único de lo que aceptaba hablar era de él y cada vez de forma más exaltada . Comenzó a decir auténticas tonterías y barbaridades, pero eso no era lo peor, lo peor era que yo tenía la convicción de que me estaba probando, tentando el camino, intentando impactarme con lo que me decía. En una palabra, intentaba manipularme. Pobremente, pero la intención estaba ahí.



Y además, yo le importaba una mierda más allá de ser una oyente voluntaria. Como ya os conté en la entrada anterior, tuve problemas de estómago dos veces durante el mes de junio. La primera vez me "tumbó" casi una semana y no pude chatear con él durante 5 días. Y, cuando me puse algo mejor, le mandé un mensaje (que por supuesto él ni se molestó en responder) diciéndole lo que me pasaba y que no podría chatear con él en unos días. Cuando volvimos a hablar por Facebook, no me preguntó ni como estaba, tan sólo se quejó de que estaba aburrido. Y lo mismo la segunda vez que me puse enferma.



Así que me encontraba intentando ayudar a una persona manipuladora, egocéntrica, egoísta, condescendiente y cotilla. No quería abandonarle, porque me sentía obligada a hacer algo por él, a estar ahí (al fin y al cabo sí está enfermo); por otra parte reunía todos los ingredientes para sacarme de quicio. Aguanté por el método de  separarme emocionalmente de él y recordándome casi a diario que no quería comportarme como alguien cercano a mí que, en su día, se ofreció a escucharme y ayudarme, pero cuando vio que la cosa no se solucionaba en un par de meses, me soltó como si fuera una patata caliente y apenas hemos vuelto a vernos o a hablar desde entonces.



En pocas palabras, me había comprometido a estar ahí y ahí estaba, aunque fuese a contragusto.



A mediados de este mes comenzó a quedar con una chica. Yo estaba encantada, era positivo para él y, ¡qué leches!, para mí. El 15 de este mes me puse a chatear con él, pero la sensación de sacarle las palabras con sacacorchos (que era algo habitual) se volvió aún más difícil. Me dijo que no le apetecía hablar, le dije que no había problema y lo dejamos hasta el día siguiente. Durante dos semanas estuve conectada varias veces al día, le mandé mensajes preguntándole qué tal, incluso estuvimos conectados los dos al mismo tiempo y ni siquiera así se puso en contacto. Yo, tonta que soy, llegué a preocuparme, tan sólo para enterarme luego de que estaba muy ocupado saliendo a todas hora con esa chica.



Y a mí qué me dieran. Ya no era necesaria. Así que puerta. Como un objeto que se aparta a una esquina hasta que se vuelva a necesitar.



Tardé unos días en decidir qué hacer o qué no hacer, seguí conectada por si se decidía a dar señales de vida, pero nada. Así que lo borré del Facebook y volví a traer a mi página "oficial" a aquellas personas que había protegido bajo el pseudónimo. Como no quiero que vuelva a cotillearles, también lo he bloqueado de mi página y mis amigos de las suyas.



Y entonces volví a sentirme culpable, culpable de no darle una explicación antes de que se encontrase con los cambios en Facebook. Y le mandé un SMS (mi móvil es antediluviano, no tiene What'sUp), diciéndole que me alegraba de que las cosas hubieran mejorado (que es verdad), que me hubiera gustado que me dijera que no se ponía en contacto conmigo por esa razón y no porque estuviese peor, porque me había preocupado (cosa también cierta) y que le deseaba lo mejor para el futuro (cierto también). Y que adiós.



Decidme, por favor, si alguien os manda ese mensaje: ¿no entendéis que es una despedida?



Pues él desde luego no, porque a este sí me respondió, diciéndome que tampoco es que estuviese muy bien, aunque ahora salga a todas horas con la chica que os conté y que cuando le apeteciera hablar que ya chatearíamos por Facebook.



Pues va a ser que no.



Y esa contestación solucionó, estoy segura que sin querer, la dudas que tenía sobre qué hacer con Normaland. Y esta entrada es lo que voy a hacer y a seguir haciendo: absolutamente nada. No voy a privatizarlo, no voy a crear otro blog. Normaland se queda donde y como está.



Porque es aquí donde yo decido qué  contar sobre mi vida y mis impresiones y él formó parte de ellas durante este tiempo. Y si quiere leerlo, que lo haga y si no le gusta, que no lo lea.



Y tan sólo por si se da la primera posibilidad, dejadme poner las cosas claras: la gente no te abandona, Jandro, tú no la valoras mientras la tienes a tu lado, la tratas con indiferencia y egoísmo. La gente se cansa y es entonces cuando siguen con sus vidas y tú te quedas atrás. Eso es lo que me ha pasado a mí contigo, desde luego. Sé que estar enfermo causa muchas veces perder el contacto con la gente, perder amigos. Pero en tu caso es algo más: es tu comportamiento pasivo-agresivo.



Espero que las cosas te vayan bien, de verdad. Ojalá, ya que no he podido ayudarte, no te haya hecho daño. Y sí, soy muy consciente de que esta entrada te tiene que molestar, pero es mi verdad, es lo que yo he visto y vivido, y lo que he sacado en claro de toda esta experiencia, que está acabada y finiquitada.



Y, repito, esto es Normaland. Es mi espacio. Y lo va a seguir siendo.

jueves, 25 de julio de 2013

De luto

Mi pequeña ciudad era el destino final del tren descarrilado. 
Nada más que añadir.
Descansen en paz, si tal cosa es posible.


viernes, 12 de julio de 2013

Tranquilidad

Muchas cosas han pasado desde mi última entrada y, como en cualquier día a día, ninguna realmente importante.

Me dediqué a estudiar para los exámenes: me centré sobre todo en francés, ya que me presentaba a dos niveles distintos. Y justo los días en que tenía los exámenes me puse enferma: conseguí aguantar la tanda de exámenes de la mañana (los de alemán), pero por la tarde ya no pude ir a los de francés. Y como eran convocatoria única no hay opción de recuperar en septiembre. Setenta euros malgastados en matrícula. Como si les hubiera prendido fuego a los billetes, igual.

Pero nadie puede controlar un dolor de estómago, así que intento no darle más importancia.

Al final, aprobé el curso presencial de francés y sólo suspendí dos de los cuatro exámenes de alemán, lo que dado la situación en la que los hice (unas punzadas en el estómago que me hacían rechinar los dientes) supongo que no es tan mal resultado. De todas formas, casi me alegro: al menos me obligará a ponerme cierta estructura de horarios para estudiar, cosa que voy a necesitar porque la idea es que el año próximo haré el curso intensivo de nivel intermedio (dos cursos en uno). Vamos, que tengo que clavar los codos.

Desde que acabé los exámenes mi vida ha consistido en leer, sin discriminar entre géneros, autores , libros buenos o malos. Leer, leer, leer, como en los viejos (y buenos) tiempos.

Sigo en contacto con gente, intento quedar a menudo: a veces me sigue costando horrores, pero ahora la mayoría de las veces me niego a pensar en que voy a tener que salir y hablar, pongo la mente en blanco hasta que estoy con la gente y la mayoría de las veces salgo bastante contenta. 

Mi madre está en un período de calma, no sé si porque no es temporada de huracanes o porque estoy en el ojo de uno, pero quien nos vea estos días por casa casi podría confundirnos con con una familia que se lleva bien.

¿Y yo? Yo voy viviendo el día a día, intentando no cabrear al karma, disfrutar de mis pequeños placeres y no pensar mucho, ni en el futuro ni en el pasado. De momento parece que funciona.

Siento no haber estado antes en el blog, pero como os habréis dado cuenta al leer la entrada, tampoco encontraba mucho qué contar. Como dijo Tolstoy:"las familias felices son todas iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera".

lunes, 13 de mayo de 2013

Un fin de semana cualquiera (segunda parte)

El domingo comienza de manera parecida al día anterior: oigo la puerta cerrarse. Miro el despertador y veo que solo son las ocho y media.

No pasan ni diez minutos hasta que mis gatos comienzan a maullar. Me levanto, voy a la cocina: no tienen comida. De nuevo. Los dejo comiendo y doy una vuelta por la casa: la habitación de mi madre está hecha y la ventana abierta. La de mi padre sigue con la puerta cerrada, así que no sé si está o no. Me decido a hacer una cafetera pequeña en lugar de la familiar.

Nada más comenzar a desayunar, aparece mi padre, recién levantado. Me pregunta dónde está mi madre. Yo le respondo que ni idea, que me desperté al cerrarse la puerta. Desayunamos. Me habla de fútbol, de gente a la que no conozco, de noticias de la tele y del periódico.

Con mi padre no hay que esforzarse mucho: con dejarle hablar es suficiente. De vez en cuando asiento y ya está.

Nos ponemos a recoger la mesa. Al final la tentación puede conmigo y le pregunto qué le pasa a mamá. Me dice que nada. 

Pues vale.

Limpio la habitación, ordeno. Mi padre, en ausencia de mi madre (y por tanto sin órdenes directas que seguir), decide pasar el aspirador. Yo debería limpiar el baño, pero paso. En lugar de eso, cambio las sábanas de mi cama. La lavadora está vacía, así que aprovecho y las meto. Pongo el detergente, el suavizante. Se me ocurre usar el mismo lavado para el pìjama, así que voy ami habitación, me pongo un chándal y vuelvo a meter el pijama en la lavadora. La lavadora ya está funcionando, pero mis sábanas no están dentro. Están tiradas en el suelo.
Mi madre aparece y, siempre evitando mirarme, dice "ropa de color".

Inspiro, expiro. Este tipo de cosas me las hace tan a menudo que no pueden afectarme ya. Lo repito en mi cabeza como un mantra mientras pongo mis cosas en el cesto de la ropa sucia.

Ya las lavaré más tarde.

A las dos mi madre  anuncia que la comida está lista. Dejadme hacer un inciso aquí, porque siempre me ha llamado mucho la atención el modo en que lo hace: no nos invita, no se va pasando el recado, no llega una hora en concreto en la que vayamos a la cocina: la puerta se abre, mi madre saca la cabeza y con el timbre de voz que se usaría para llamar a un perro desobediente grita:"¡A comer!". Una de las pocas ilusiones que todavía me quedan es que en algún momento alguien le regale un triángulo o un bongo para anunciar el almuerzo. Eso pagaría por verlo.

La comida se hace cada vez más incómoda. Yo, aún en el mejor de los casos, no como mucho y lo hago bastante rápido. Mi padre se eterniza, así que allí estamos los tres, yo mirando por la ventana, mi madre mirando por encima de mi hombro, mi padre inflándose a comer como si no pasara nada.

Me cabreo. Supongo que ya era hora, pero yo no suelo cabrearme, no de verdad. Me enfado, me disgusto, pero lo que surge ahora en mí es una furia tan grande que si la desato rompo los platos contra la cabeza de alguien.

Al final la tortura se acaba y nos podemos levantar de la mesa. Voy a mi habitación, me tomo un Trankimazín. Mi ira se intensifica porque detesto que el comportamiento de nadie me obligue a tomar una pastillita. Es humillante, es asqueroso.

Mi madre vuelve a marcharse. Voy al salón y le digo a mi padre que no mi importa qué le pasa, que o habla con ella para que se comporte o que cojo la puerta y me largo. Que estoy hasta las narices. Mi padre me dice "no es para tomárselo así...", que es lo que siempre dice.
Me vuelvo a mi habitación. Por el pasillo ya oigo como se abre la puerta del mueble-bar. 

Ahora he llevado a mi padre a refugiarse en el alcohol. Genial.

Al final dedico la tarde a nada de provecho. Un domingo más perdido.

Llega la hora mágica, las once y media de la noche, en la que me está permitido irme a la cama, dormir y olvidar que esta tortura de existencia es lo único que tengo.

Así acaba el domingo, 12 de mayo de 2013.